Por: Raymundo Flores Melo*.
En el año 1960 es
filmada una película mexicana en la que se destaca el papel fundamental que
tuvo el maestro en las comunidades rurales, que refleja para las varias
generaciones que compartieron con alguno, la importancia y ejemplo de estos
hombres y mujeres dedicados a la educación.
El director fue
Emilio Gómez Muriel y la fotografía estuvo a cargo de Jack Draper, en ella
participaron actores de reconocida trayectoria como Carlos López Moctezuma,
José Elías Moreno y Emma Roldán, así como los aún jóvenes histriones, María
Teresa Rivas, Irma Dorantes y Julio Alemán, además del actor infantil Javier
Tejeda. Este trabajo fílmico fue premiado en el Festival Internacional de Cine
de San Sebastián, España, con la “Perla del Cantábrico” como mejor
largometraje en lengua hispana.
Es “Simitrio” uno
de los filmes entrañables por lo melodramático de la historia, por la fuerza de
sus personajes. En él, José Elías Moreno –padre-, da vida a don Cipriano,
maestro rural que tiene a su cargo una escuela donde se cursan todos los grados
de educación primaria. Lo ha hecho por cuarenta largos años pero ahora enfrenta
la doble dificultad de enseñar y estar quedándose ciego, minusvalía que es
aprovechada por un grupo de seis niños, entre los que destaca Luis Ángel, para
gastarle varias bromas pesadas, valiéndose de que al verdadero “Simitrio” sus
padres tuvieron que llevárselo del pueblo para aprovechar una oferta de
trabajo.
El nuevo “Simitrio”
reúne la inteligencia de todos los confabulados para hacer burla al viejo
profesor pero, al mismo tiempo que lo hace sufrir, crece en el maestro un gran afecto
hacia el alumno, a tal grado que don Cipriano
busca redimirlo y convertirlo en un profesional de la medicina que pueda
aliviarle su padecimiento. Pero el sueño se ve roto ante la noticia de la
supuesta muerte del niño.
El pueblo sabe del
problema visual del maestro y, a su manera, trata de ayudarle pero una
supervisión pone al descubierto el secreto y el enorme cariño que los
habitantes le profesaban al mentor. La fuerza moral del profesor se ve
reflejada en las diferentes actitudes que tienen los pobladores, en el respeto
y admiración que por él sienten, en la movilización y defensa que arman contra
la rígida inspectora enviada por el gobernador.
Al final, le es
revelada la verdad a don Cipriano, y aquello que parecía un final trágico se
convierte en uno lleno de esperanza, donde Luis Ángel toma el lugar dejado por
Simitrio en los anhelos del profesor.
Dejando a parte el
desarrollo de la historia y para despertar el interés local, he de referirme a uno
de los paisajes de la película, en particular, el que forma parte del trayecto
que lleva a don Cipriano de su casa a la escuela y viceversa. La parte que el
maestro recorre montado a caballo entregado a sus pensamientos, un camino
rodeado por fértiles tierras. Es la escena que da inicio a la película y el
lugar donde se pone en antecedente al espectador sobre la enfermedad del
mentor, senda que más adelante será testigo del coraje justificado del profesor
y de una charla con su caballo que hará menguar la desazón y es, también, el
lugar que se ve al final de la cinta, cuando, de la mano de “Simitrio”, don
Cipriano es conducido al pueblo, dejando abandonado el bastón que le había
servido para desarrollar sus actividades cotidianas.
Estos fragmentos de
fotografía son parte de Milpa Alta; en las tomas se aprecian las tierras de
labor y la incipiente producción nopalera- de eso ya casi medio siglo -, el
volcán Teuhtli, el pequeño cerro Yeteco y la inconfundible iglesia de San
Agustín el Alto, con su alargado atrio con techo de teja roja de dos aguas, así
como los árboles que bordean, en ese sitio, la carretera que lleva al pueblo de
Santa Ana Tlacotenco. Y, como no queriendo, a lo lejos, la parroquia de la
Asunción, la iglesia “grande”, frente a la que se ven explotar varios “cuetes”
al final de la cinta.
Ver la película, es
mirar un trozo del pasado de Milpa Alta y admirar en el horizonte una parte del
lago de Chalco, es recordar lo que se fue, el cómo era la Asunción con la
mayoría de sus milpas rodeadas de magueyes, sus tierras recién aradas y todavía
dedicadas al cultivo del maíz, frijol, calabaza y haba; los apenas delineados
caminos de penetración rumbo al Teuhtli; los pocos terrenos cultivados de nopal,
lo limpio de sus cielos y la baja densidad demográfica de sus habitantes. Era
un pueblo que todavía podía ser usado
para ejemplificar comunidades rurales alejadas de las grandes urbes, pese a
estar relativamente cerca de la gran Ciudad de México.
En ese entonces
vivían un poco más de veinticuatro mil personas en esta que es la segunda
delegación más grande del D.F. En el Censo General de población y vivienda,
realizado por el INEGI en 2010, la delegación Milpa Alta presenta 130,582
habitantes, más los que se han sumado estos últimos tres años, manteniéndose
como la demarcación menos poblada. Milpa Alta ha cambiado y por eso debemos
recordar como era la vida de los milpaltenses en ese entonces.
Si hemos de creer
en las observaciones –hechas tres años
antes que la película- del antropólogo holandés Rudolf van Zantwijk, durante su estancia de
abril a septiembre de 1957[1], en
Milpa Alta apenas se dejaba sentir una mayor influencia de la Ciudad de México
debido al mejoramiento de las comunicaciones y al comercio. Para este tiempo, la
única vía para llegar a los pueblos que la integran era la carretera
México-Tulyehualco por medio de una línea de autobuses que tenía su terminal
“donde se juntan los cuatro caminos bien asfaltados que dan comunicación a los
pueblos más importantes de la delegación. Esta encrucijada es el centro de la
cabecera, que esta compuesto de una plaza enorme medio cubierta, donde
diariamente hay mercado: el tianquiztli”[2].
En la parte
central, donde confluyen las cuatro primeras secciones o barrios, se
encontraban las mejores construcciones, dedicadas a la habitación y comercio,
de allí, a la periferia la situación cambiaba. Se dice que la zona más pobre
era la de Xaxahuenco[3].
Una Milpa Alta todavía
con rasgos autóctonos, casas de piedra generalmente de una sola “habitación
grande para vivir y dormir”[4],
con solares en donde hay higueras, zapotes, nopales y magueyes, además de
temazcal, aves de corral, cerdos y pequeños establos para caballos y burros. La
mayoría de las calles de tierra, algunas empedradas; las casas rodeadas de
bardas de roca volcánica, tan abundante en la región, sin zaguanes que
impidieran el paso; a lo más que se llegaba era a puertas elaboradas con
tejamaniles.
En tanto que la
vestimenta de los habitantes era, en su mayor parte, occidental pero todavía se
veían ropas como el quechquemitl, tlacotontilmali, fajas y el uso de huaraches.
Es de destacar que un importante número de mujeres, a diferencia de los
hombres, andaban descalzas. La coa se usaba como instrumento de labranza y en
los patios de algunas casas la presencia de los sincolotes, que el
antropólogo define como “típicos
almacenes de maíz”[5].
La producción de
Milpa Alta era el pulque, la madera bajada del monte, los puercos y el nopal, en
tanto, que la que venía de fuera eran fruta, tejidos, aparatos eléctricos y, en
menor grado, animales de carga como caballos, burros, mulos (resultante de la
cruza de una yegua y un asno) y burdéganos[6]
(cruce de caballo y asna).
“Salvo en Tecómitl
es el náhuatl la lengua dominante en todos los pueblos de la Delegación de
Milpa Alta”[7],
pero no como habla única, pues en ese “momento más o menos 70% de la población
usa la lengua náhuatl al lado de la española”[8],
es decir, es bilingüe. El antropólogo holandés, también da cuenta de la
existencia de cuatro diferentes formas dialectales del náhuatl, una de ellas,
más culta que las otras, que adjudica a un grupo que denomina Teomexica. Las
tres restantes las atribuye a colectividades de macehuales: 1. Xochimilco junto
con los pueblos que fueron sus sujetos, incluyendo a diez de los doce pueblos
de Milpa Alta; 2. Tlacotenco y Tepenahuac; y 3. los asentados en Chipetonco,
Zoquiac y Otlayucan[9].
Después de hacer un
breve descripción de Milpa Alta en ese tiempo, volvamos una vez más a
“Simitrio” que es el tema del que estamos tratando.
La otra escena que
debe llamar la atención, es la de una casa con aire campirano. El hogar del
profesor es una construcción de roca y teja, a lo alto, abierta y fuerte que
tenía que contrastar con lo que simbolizaba el personaje: lo alto de sus miras,
un corazón humano y la potencia para realizar su labor educativa con los niños.
También esa casa esta en Milpa Alta, en el barrio de La Luz, y pertenece a la
familia Sevilla; y que si bien sirvió para subrayar los atributos más
sobresalientes del maestro, también refleja la capacidad para el trabajo de los
milpaltenses pasados y actuales, siempre en busca de mejorar sus condiciones
materiales y económicas.
La construcción en
la actualidad puede verse desde la carretera a San Lorenzo Tlacoyucan, a la
altura de donde inicia la avenida Principal que sube a la iglesia del barrio.
En ella se aprecian restos de terrazas agrícolas, así como unos grandes órganos
en la parte que mira al Oriente. Ya ha sido modificada pues en vez de su techo
de dos aguas, ahora es uno de concreto y ha desaparecido la parte frontal con
la escalera. Aún se conserva en parte el camino empedrado que conduce a ella y
esta rodeada de varias casas que han hecho que pierda la armonía visual
presente en el filme.
En “Simitrio” se observa el momento de transición de Milpa
Alta que, sin dejar de ser agraria, se ajusta a las necesidades del mercado y
deja paulatinamente de lado la producción del maíz para encaminarse a la
producción del nopal verdura, que casi dos décadas después dará pie a un
inusitado crecimiento económico en la región.
Febrero de 2013.
*Integrante del Consejo de la Crónica
de Milpa Alta y vecino del barrio de la Concepción.
[1] ZANTWIJK, Rudolf van. Los
indígenas de Milpa Alta, herederos de los Aztecas. Amsterdam, Instituto
Real de los Trópicos, 1960, p. V
[2] Ibíd., p. 24
[3] Ibíd., p. 25, Zantwijk toma este nombre como sinónimo del
barrio de la Concepción.
[4] Ibíd., p. 25
[5] Ibíd., p. 28
[6] Ibíd., p. 30
[7] Ibíd., p. 46
[8] Ibíd., p. 78
[9] Ibíd., p. 46