Por: Raymundo Flores Melo
A
mediados de los años setenta, cuando las calles aún no estaban pavimentadas, ir
a la casa de la abuela implicaba atravesar un camino de tierra, incómodo de
transitar por las piedras de vario tamaño que dificultaban el andar y, mucho
más, por el calor que emanaba el suelo cuando los rayos del sol irradiaban su
fuerza.
Al
llegar, éramos recibidos por un paisaje rocoso al poniente: las peñas que
limitaban el terreno, coronadas por árboles de pirú. El paraje recibía el
nombre de Coloxtitla[1]
y, efectivamente, en el lugar abundaban los alacranes.
En
el centro, además de variadas flores, dos árboles de higo y una larga y alta
mora; al sur un frondoso colorín que hasta el día de hoy subsiste.
Después,
al oriente, la casa de la abuela. Era una construcción sencilla: habitación de
piedra, con techo de un agua y dos pequeños anexos, uno que funcionaba como
cocina-comedor y otro donde la abuela atendía a la gente que acudía a
consultarla. El lugar tenía un altar donde destacaba, a parte de la virgen de
Guadalupe y el Santo Señor de Chalma: la Santa Muerte, además de una caja con yerbas, y pequeñas
velas negras y rojas.
Según
cuentan, la abuela pasó larga temporada enferma. En su ir y venir en busca de
salud, consultando a médicos y curanderos, aprendió a manejar plantas
medicinales, leer las cartas, a hacer filtros y amarres amorosos.
Le
iba bien, muchas personas, tanto de lugares cercanos como lejanos, querían
consultarla y siguieron llegando varios años después de su muerte.
Para
mantener su casa, la abuela – ya viuda - se dedicaba, con ayuda de dos peones,
a fabricar festones de pino y henequén con los que se adornaba en los días de
fiesta o en eventos importantes.
El
henequén era adquirido en el centro de la Ciudad
de México, cerca del Mercado de
Sonora y después teñido con anilina con el color solicitado por el cliente.
Esos
días, el olor a resina envolvía la casa. Con una especie de matracas[2],
después de cortar parejo y colocar las agujas de pino o la fibra, los
trabajadores hacían girar los delgados lazos para dar forma a las guías.
Existen
varias fotos de la abuela, donde aparece de diferentes edades, acompañada de un
niño Dios en el atrio de la parroquia de la Asunción, o bien remojando sus pies
en el río Chalma, sin embargo,
sobresale una pintada a mano. En ella se le ve joven, fuerte, recia, ataviada con
el traje tradicional del altiplano mexicano. Atrás de ella, una gran planta de
nopal silvestre del que penden algunas jaulas para pájaros, de aquellas
realizadas con delgadas cintas de madera y finos barrotes de alambre.
La
joven abuela, mira de frente a la cámara. Sus gruesas trenzas están amarradas
con cintas color verde, hechas en telar de cintura, y puntas de macramé finalizadas
en piñitas. Lleva puestos collares realizados con diversas semillas. Está vestida
de fiesta, como las mujeres que en las celebraciones patronales llevan en andas
a los santos.
Su
blusa es blanca con aplicaciones florales en punto de cruz, chincuete alistonado
y faja labrada con motivos vegetales. Sus brazos adornados con pulseras y, en su
mano derecha porta una jícara con flores, posiblemente dalias. Calza unos
huaraches cerrados.
De
esta manera, la abuela y su tiempo vuelven a hacerse presentes.
Una
imagen puede llevarnos a recordar detalles, a recrear el pasado, pero por
maravillosa que nos parezca una fotografía, no será más que una sombra de lo
que fue.
Mayo de 2020.