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jueves, 21 de mayo de 2020

LA FOTO DE LA ABUELA.

Por: Raymundo Flores Melo

A mediados de los años setenta, cuando las calles aún no estaban pavimentadas, ir a la casa de la abuela implicaba atravesar un camino de tierra, incómodo de transitar por las piedras de vario tamaño que dificultaban el andar y, mucho más, por el calor que emanaba el suelo cuando los rayos del sol irradiaban su fuerza.

Al llegar, éramos recibidos por un paisaje rocoso al poniente: las peñas que limitaban el terreno, coronadas por árboles de pirú. El paraje recibía el nombre de Coloxtitla[1] y, efectivamente, en el lugar abundaban los alacranes.

En el centro, además de variadas flores, dos árboles de higo y una larga y alta mora; al sur un frondoso colorín que hasta el día de hoy subsiste.

Después, al oriente, la casa de la abuela. Era una construcción sencilla: habitación de piedra, con techo de un agua y dos pequeños anexos, uno que funcionaba como cocina-comedor y otro donde la abuela atendía a la gente que acudía a consultarla. El lugar tenía un altar donde destacaba, a parte de la virgen de Guadalupe y el Santo Señor de Chalma: la Santa Muerte,  además de una caja con yerbas, y pequeñas velas negras y rojas.

Según cuentan, la abuela pasó larga temporada enferma. En su ir y venir en busca de salud, consultando a médicos y curanderos, aprendió a manejar plantas medicinales, leer las cartas, a hacer filtros y amarres amorosos.

Le iba bien, muchas personas, tanto de lugares cercanos como lejanos, querían consultarla y siguieron llegando varios años después de su muerte.

Para mantener su casa, la abuela – ya viuda - se dedicaba, con ayuda de dos peones, a fabricar festones de pino y henequén con los que se adornaba en los días de fiesta o en  eventos importantes.

El henequén era adquirido en el centro de la Ciudad de México, cerca del Mercado de Sonora y después teñido con anilina con el color solicitado por el cliente.

Esos días, el olor a resina envolvía la casa. Con una especie de matracas[2], después de cortar parejo y colocar las agujas de pino o la fibra, los trabajadores hacían girar los delgados lazos para dar forma a las guías.

Existen varias fotos de la abuela, donde aparece de diferentes edades, acompañada de un niño Dios en el atrio de la parroquia de la Asunción, o bien remojando sus pies en el río Chalma, sin embargo, sobresale una pintada a mano. En ella se le ve joven, fuerte, recia, ataviada con el traje tradicional del altiplano mexicano. Atrás de ella, una gran planta de nopal silvestre del que penden algunas jaulas para pájaros, de aquellas realizadas con delgadas cintas de madera y  finos barrotes de alambre.

La joven abuela, mira de frente a la cámara. Sus gruesas trenzas están amarradas con cintas color verde, hechas en telar de cintura, y puntas de macramé finalizadas en piñitas. Lleva puestos collares realizados con diversas semillas. Está vestida de fiesta, como las mujeres que en las celebraciones patronales llevan en andas a los santos.

Su blusa es blanca con aplicaciones florales en punto de cruz, chincuete alistonado y faja labrada con motivos vegetales.  Sus brazos adornados con pulseras y, en su mano derecha porta una jícara con flores, posiblemente dalias. Calza unos huaraches cerrados.

De esta manera, la abuela y su tiempo vuelven a hacerse presentes.

Una imagen puede llevarnos a recordar detalles, a recrear el pasado, pero por maravillosa que nos parezca una fotografía, no será más que una sombra de lo que fue.

Mayo de 2020.


[1] El paraje se encuentra en la esquina que forman las calles Michoacán Poniente y Aguascalientes, en el límite del barrio de Santa Martha con el de San Mateo en Villa Milpa Alta.
[2] Se llaman tarabillas.