Por: Raymundo Flores Melo.
Conforme
avanzábamos, el camino incrementaba la pendiente; suave al principio, luego un
poco más inclinada. Íbamos desde la carretera a Santa Ana hasta la recién
estrenada vía México-Oaxtepec.
Pasamos
el abrevadero, junto a la propiedad de señor Luz Ramírez, y llegamos más allá,
cerca de donde - hoy día - están las torres de alta tensión de la Comisión Federal de Electricidad. Lo largo del trayecto dependía de la
localización del terreno que los borregos estuvieran abonando.
Algunas
veces, cuando llagábamos al lugar, el rebaño ya había tomado rumbo al monte y
teníamos que dejar lo que hubiésemos llevado en la choza del pastor, que era
una pequeña estructura construida con zacate, lazo y tejamanil. Los dos últimos
materiales también servían para dar forma al corral, que tenían la virtud de
poder ser desmontado y así, recorrer toda el área cultivable para dejar una
gruesa y pareja capa de abono.
El
tío había decidido pasar su vida madura cuidando borregos, yendo y viniendo ,
de Milpa Alta al monte, con la comida para su pastor: tortillas azules, te o café
negro de olla, agua de limón y algún guisado, además de dos o tres piezas de
pan. Algunas veces subía a pie, otras a caballo.
La
lana de los borregos era vendida o cambiada por cobijas con personas del Estado
de México, que una vez al año visitaban
la casa para llevarse los costales cargados de lana trasquilada, tanto blanca
como negra.
A
parte del ganado menor, tenía algunos terrenos que cultivaba con maíz, frijol,
calabaza y haba. Es decir, era un campesino en toda la extensión de la palabra.
Con estas actividades cubría la mayor parte de los gastos de su casa: el maíz
servía para hacer las tortillas y tamales; el frijol, lo mismo que el haba, se
iba consumiendo poco a poco. Los borregos, algunas veces, terminaban hechos
barbacoa para gusto de la familia cercana, otras vendidos para la celebración
de algún banquete.
La
abuela, hasta que su edad le permitió, echaba tortillas, hacía salsa y
preparaba en el tlecuil la comida; además de
ir a la plaza a comprar los ingredientes que hacían falta.
Dicen,
que cuando el tío era joven, le gustaba ir al centro de la ciudad a bailar en
los diferentes salones que había, y que incluso le llamaban “El pachuco” por los zapatos e
indumentaria que usaba. De los lugares
que visitaba para divertirse, sobresalía, por aquellos lejanos años de los 40 y
50’s, el California Dancing Club, de
la colonia Portales, y el Salón México.
Sin
embargo, su forma de vestir cotidiana era otra. Pantalón, calzón de manta, camisa
de maga larga, huaraches, sobrero y ceñidor, que con el paso del tiempo fue
sustituido por un cinturón de cuero, sin olvidar el casquete corto de su pelo.
De
sus ires y venires por el campo y la
ciudad, tenía una serie de cuentos-anécdotas
que compartía cuando estaba contento. Entre ellos sobresalían los que
trataban de nahuales trasformados en perros negros, mujeres que se convertían
en guajolote e iban a chupar la sangre de los niños por la noche, la de un
charro negro que se columpiaba en un pirú y la de la llorona que pasaba por la
barranca. Eran los finales de la década de los setenta del siglo pasado, el tío
ya contaba con medio siglo de vida.
Conforme
pasaba el tiempo, nunca falta persona o vecino dispuesto a aclarar las cosas.
Que te cuenta que tu tío, no es tu tío. Que fue un niño regalado a tu abuela.
No cuestionas, no preguntas, por el solo
hecho de no interesarte, pues con esa persona has vivido todos tus años de
existencia y forma parte de tu familia.
Y
así como empieza, la vida termina.
Tiempo
después de la muerte del tío, acomodando algunos objetos y cajas, ocurre un
hallazgo inesperado: unos papeles que revelan la historia no compartida por la
familia, la vida no contada.
Resulta
que el tío fue entregado a la familia del abuelo tres días antes que cumpliera
un mes de nacido, pues la mujer que le dio a luz había fallecido. Que su
verdadero padre ofreció cubrir el costo de la nodriza (la abuela) y la
manutención del crío. Que se fijó un
monto pero que al no cumplirse el convenio, las dos partes acudieron ante el juez
de paz de Milpa Alta para arreglar el asunto.
El
problema se resuelve: el abuelo y la abuela quedan en custodia del niño, quien
además es su ahijado. En el acta no timbrada porque el demandante expresó no
tener el dinero para ello, se lee lo siguiente: dijo que acepta en que se le quede la criatura, pero que advierte, que
no con el tiempo el niño quiera exigir cosa alguna por los trabajos, es decir,
cuando llegue a estar grande, o quiera reconocer bienes raíces o intereses, que
él no los tendrá y si los tuviere será en perjuicio de sus verdaderos hijos que
obtendrá con su actual esposa.
Quizá
esta haya sido la razón de que el tío ahorrara para comprar terrenos y que
hiciera lo posible – aunque con altas y bajas - por aumentar su ganado, pese a
que nunca se casó y no tuvo herederos. Murió de 80 años, los bienes quedaron
con los que compartió de manera cotidiana; con su familia.
Así
eran las cosas en esta región al sur de la Ciudad de México.
Junio de 2020.