Por: Raymundo Flores Melo.
¡Hasta los perros eran
zapatistas! Es la frase
que ha querido ser referencia para sustentar la adscripción de buena parte de
los milpaltenses durante la revolución mexicana. Se ha hablado de personajes de
la región que en batalla consiguieron altos rangos en el Ejercito Libertador del Sur, de pugnas entre zapatistas y
carrancistas, de aguerridas mujeres que lograron un lugar importante en los
ejércitos revolucionarios[1],
de rivalidades entre familias, de matanzas como la de Chapitel, del éxodo de
mujeres junto a su familia hacia la Ciudad de México y poblaciones vecinas.
Sin embargo, se ha dejado de lado lo ocurrido con los infantes durante el
conflicto armado en la zona. ¿Qué fue de ellos durante el movimiento llamado Revolución Mexicana en esta parte sur de
la Ciudad de México? ¿De qué manera lo sufrieron en la vida diaria?
Materiales como los legados por Luz Jiménez, José Concepción Flores Arce – Xochime – , las señoras Maximina Jurado
Muñoz y Ana García Miranda, así como pequeños relatos de otros vecinos de los
pueblos de la delegación, nos dan un panorama de lo que fue la revolución para
los niños en esta parte de la Ciudad de México, asolada por incursiones de los
diferentes bandos que disputaban el control militar de un territorio
considerado estratégico para entrar a la capital del país.
La paz porfiriana.
El inicio del siglo XX pintaba bien para la niña Julia Jiménez González; en
1908 había cumplido uno de sus anhelos, entrar a la escuela Concepción Arenal[2]
donde, a decir de ella misma: “Nos enseñaban a hablar español y nos instruían
para saber vivir y comportarnos”[3].
En 1910, para festejar el centenario de la Independencia de México, Julia
recibió, de parte del ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, Justo
Sierra Méndez, “zapatos, vestidos y blusa”[4].
En la niña existía el deseo de estudiar para convertirse en maestra.
La escuela empezaba a modificar de manera gradual la vida de los niños de
Milpa Alta, tanto en su forma de vestir como en salud. Sin embargo, el cambio
se tornaría drástico y tomaría otra senda cuando, sin previo aviso, “se oyeron balazos entre el Teuhtli y el
Cuauhtzin… eran los federales que peleaban contra los hombres de Morelos”[5]:
los zapatistas habían llegado.
La revolución en Milpa Alta
La revolución llegó a Milpa Alta en 1911[6],
y con ella un periodo de inestabilidad que se prolongaría hasta finales del año
de 1916 cuando sus habitantes fueron obligados a salir de su tierra. Es en esta
etapa donde podemos temporalizar los relatos que a continuación se consignan.
El joven
Juan Antonio ve partir a su padre rumbo al sur para sumarse a las fuerzas
zapatistas. Después de un tiempo, al enterarse de la llegada de Emiliano Zapata
a Milpa Alta, acude a ver pasar a los revolucionarios rumbo al cuartel de
Everardo González. El adolescente mira ávidamente los sombreros y gabanes de
los que van pasando. Busca a su padre. Un hombre vestido de charro se le acerca
y le pregunta:
-
“¿Cómo te llamas?
-
Me llamo Juan Antonio.
-
¿Quién es tu padre y dónde está?
-
Él se llama Longinos Antonio, hace un año
que se fue a Morelos, se fue a la revolución con Zapata y no ha vuelto. Él es
alto y tiene una pequeña cicatriz en la mejilla; llevaba su gabán color coyote,
y por más señas es un hombre bueno. ¿Lo conoce usted? ¿Sabe en dónde está?
El
charro con gran bigote y ojos tristes, hablo con voz afable: Ya vendrá
muchacho, ya vendrá”[7].
“Pasaron todos los de a
caballo, después los de a pie y al final las mujeres. Casi todas jóvenes,
descalzas, sudorosas y cansadas”[8]. Avanzaron las horas, el muchacho regresó a su casa, había comprendido que
su padre no volvería.
El niño tlacualero
Otra, una historia llena de dramatismo, por la perdida paulatina de su
familia, es la del niño tlacualero, cuyo nombre fue Quintín Jurado Sandoval.
Primero pierde a su madre, después su hermana enferma de pulmonía y muere, y
más tarde su padre es muerto por los carrancistas en la ciudad de México. Por
invitación de sus tíos, y luego por la de un coronel, va de lugar en lugar, con
su ayate, recogiendo alimento para los campamentos zapatistas. El niño tiene
que andar por los caminos de Morelos, Xochimilco y el monte de Milpa Alta:
“Mis tíos y vecinos ya me habían
enseñado todos los caminos que tenía que recorrer para dejar las tortillas, el
fríjol, el nixtamal y las habas hervidas en los campamentos. No era el único,
pero era el más pequeño, porque había más tlacualeros”[9].
El niño no sólo era empleado para llevar comida, pues también tenía que
entregar mensajes que llevaba escondidos en su gastado ceñidor azul o entre su
pie y el huarache. Papeles que decían la localización de los carrancistas o
dónde se necesitaban refuerzos.
Quintín, en voz de su hija, resume esta etapa de su vida en una frase: “Mi niñez la dejé entre los campos de
cultivo, y la mayor parte entre los campamentos de los zapatistas”[10].
El niño de Tlacotenco
Por último, la historia de dos hermanos que viajaban a vender animales al
estado de Morelos. El hermano mayor, con veinticinco años de vida, fue muerto
por las tropas del gobierno, su pequeño hermano de diez años de edad tuvo que emprender solo
el regreso a su pueblo, a Santa Ana Tlacotenco. Para ello, la señora de la casa
donde se alojaban le puso en un morral – por ser tiempos de escases – “tres aguacatitos secos, dos manguitos verdes
y unas dos tortillas”[11].
Así, emprendió un accidentado regreso por el monte. Primero se escondió, en
la oquedad de un grueso tronco de árbol, ante la presencia un desconocido grupo de hombres a caballo. Luego,
ya casi llegando a Tlacotenco, vio un lugar lleno de muertos y heridos[12],
donde lo que más le impresionó fue “una
señora desplomada, toda ella boca arriba y un niño , como de un año y meses más
o menos, que estaba boca abajo sobre ella, llorando, buscándole el pecho a su
madre, y cuando lo encontró empezó a succionar y dejo de llorar”[13].
Al llegar a su casa, sus tías lo estaban esperando y le decían “- ¡Vente Juanito, te vas con nosotros a
México! ¡Aquí no hay nadie!, tus papás están allá y ni siquiera saben que a tu
hermano ya lo mataron. Y él les contestó “- No tía, ¿qué cara les voy a poner a
mi papás? ¿Cómo les voy a decir que no cuidé a mi hermano y que ya lo fui a
dejar?”[14].
La situación no era para quedarse, “todas
las casitas que antes eran de dos aguas, estaban vacías y hasta los perros se
estaban muriendo de hambre”[15].
Los saldos de la revolución
Estas pequeñas narraciones quedan retumbando en los oídos de muchos, pues
todavía hoy, hay personas que alzan su voz para dar a conocer su historia, la
de sus padres o de sus abuelos[16];
como aquella del anciano, contándole al nieto lo que sucedió después de que los
carrancistas tomaron las mejores casas del pueblo, y como a su corta edad tuvo
que recoger – casi arrastrar - varios morrales, fusiles, carabinas y
carrilleras de entre los soldados federales muertos para luego llevarlas donde
se encontraban reunidos los recién llegados zapatistas y entregarlas. De cómo
la gente de Zapata, en premio a su acción, le regaló un gabán y no un caballo
pues podía, por su corta edad, ser despojado de él. El nombre del niño fue
Ladislao Gutiérrez Torres, vecino del barrio de la Concepción[17].
Y así, dentro de este conjunto de historias, tenemos la del joven que, en
la columna zapatista que llega a Milpa Alta, busca a su padre que fue a la
revolución, que tomó rumbo a Tierra Caliente como lo hicieron varios
hombres de nuestros pueblos; y otra que da cuenta del niño tlacualero que va,
de casa en casa de los pobres campesinos milpaltenses colectando alimentos para
llevarlos, atravesando el bosque, a los cuarteles rebeldes.
El primero de ellos marcado por la presencia de Zapata, el otro motivado
porque sus paisanos y parientes se habían ido con las tropas del mismo general.
Pero también esta presente la narración de un niño originario de Santa Ana Tlacotenco,
cuyo hermano es asesinado en el estado de Morelos y tiene que regresar angustiado
por el suceso.
Un joven y dos niños, sufriendo los avatares de una guerra de manera
directa en su geografía cotidiana. En todos se hace presente la huella que dejo
este suceso histórico.
Orfandad, pérdida de hermanos, casa, sustento. Inquietud por lo que habría
de venir a cada una de sus vidas, es lo que dejan traslucir cada una de las
historias de estos niños milpaltenses. Todo ello son los saldos que dejó, en la
memoria de varias generaciones, el movimiento armado llamado revolución
mexicana.
Septiembre
de 2016.
[1] Vásques Reyes René “Las
guerrilleras de Milpa Alta“ en LOZA JURADO, Juan Carlos et. al. ¡Viva
Milpa Alta! Relatos de la Revolución. México, SEDEREC-Atoltecayotl,
2009, pp. 57-63
[2] HORCASITAS, Fernando
(recop.). De Porfirio Díaz a Zapata. Memoria Náhuatl de Milpa Alta.
México, UNAM, 1968, p. 35
[6] Existen varias
publicaciones como El Tiempo Ilustrado,
El Tiempo, El País, La Patria, La Opinión, entre otros que dan cuenta
del suceso. La mayoría corresponden al mes de octubre de dicho año.
[7] FLORES ARCE, José Concepción. Memoria de Momoxco. Compilación de narraciones
bilingües náhuatl-español. México, Ce-Acatl, 2009, pp. 34-35
[9] LOZA JURADO, Juan Carlos (coord.) ¡Viva Milpa Alta! Relatos de la
Revolución. México, SEDEREC-Atoltecayotl, 2009, p. 20
[16] Un ejemplo de esto es el libro Viva Milpa Alta mencionado con
antelación.